En política poco importa lo que diga la norma escrita.
La práctica, ese amasijo de experiencias tanto buenas como malas, es la que determina el ahora a partir de lo que hemos sido.
Del político se espera. La práctica política es, en resumidas cuentas, un tráfico de esperanzas, de ayudas. Sabe de la solidaridad que araña presupuestos y burla el desdén burocrático de los odiosos y nunca funcionales protocolos. Se mofa de la fanfarrona “transparencia”, la autoproclamada «honestidad» o la infaltable (escasamente constatada) «pulcritud».
La labor de representación, en el caso de los legisladores, es el indicativo de la popularidad y en gran medida de la eficiencia.
El problema es que en provincias como Santiago, representar se hace más complejo, aunque como en toda obra humana, la impronta personal determina.
Hace años que extraño al senador Valentín: los diálogos para proponer, las mesas comunitarias, el laboratorio de proyectos legislativos conjuntamente con diputados, saber dónde queda su sede, la certeza de ser escuchado, que una idea planteada tendrá una respuesta digna. Eran los tiempos en que teníamos un senador más allá del edecán, las poses y ser el anfitrión cortés o actuar como «el cortesano perfecto» de Greene.
Reparé en que no era el único en extrañar esos tiempos, un amigo me dijo al salir del Canal: “cuando Valentín hubiese podido resolver esto”, mientras amargamente guardaba en sus bolsillos una arrugada indicación médica.