El domingo 6 de diciembre de 1998, el pueblo venezolano asistía a las urnas y, mientras rompía un mito, creaba otro.
La máxima de que “los pueblos no votan por uniformes”, se desmoronaba ante el contundente triunfo de un ex militar que, al amparo de un discurso llano, se alzaba con más de tres millones de votos.
Emergía Chávez. El político que sedujo con sus estridencias las latitudes de una América que ama las formas, pero rara vez se detiene en el fondo.
La imagen del soldado que irrumpió en un fracasado golpe de estado, la noche del “por ahora”, había hecho campaña vestido de liquiliqui, para evocar un poco el tono marcial al que estaba acostumbrado.
Una vez ganó, volvió a vestir el uniforme.
Lo suyo fue el símbolo. Siempre se ha afirmado que fue “mejor candidato que presidente”, por eso las constantes elecciones, consultas, referéndum. Eso le permitió perfeccionar el populismo y crear una base de apoyo que, si bien fue beneficiada materialmente, su alma fue envenenada por el odio al prójimo.
Todo mal es a causa de un enemigo.
De aquella división sistemática, del discurso que se convirtió en doctrina, de la división profunda no sólo de las clases, sino de las familias, de las filas militares, de los sectores productivos, los artistas, los obreros, el pueblo (el eufemismo y el que se parte la cabeza para sortear el día a día).
La recién campaña electoral fue el preludio de que el domingo 28 de julio de 2024, sería inscrito en la historia latinoamericana.
El régimen no advirtió que la esperanza siempre vence.
No existen dos Venezuela. No hubo, ni hay, ni habrá dos pueblos venezolanos.
La expresión más genuina es una oposición que soportó el insulto, las agresiones y nunca entró en diatribas porque aprovechó para sembrar esperanzas en el alma de ese exilio, del que se queda por amor a la patria y del que lo hace porque no encuentra vía de escape, de que ahora las cosas serían diferentes.
¡Y lo fueron!
No existe lógica matemática que explique el aluvión de votos en el mismo sistema instaurado por el régimen.
No existe modo de explicar los traspiés de un híper asesorado gobernante que cometió error tras error desde la noche de aquel domingo.
No hay manera de justificar que nunca se presentaron las actas del triunfo y de que diga, tres días después, “gracias a Dios aparecieron”.
No hay razón para el baño de sangre que ya cuenta doce vidas y cientos de apresamientos.
A partir del 28 de julio todo cambió.
La comunidad internacional evidenció que Venezuela no está dividida, está decidida.
Lo que está en juego no es el destino de Venezuela, es de la democracia que estos pueblos han construido y junto debemos preservar.
La tozudez es mala consejera. Al margen de los altisonantes discursos, de los insultos sin reparos, de las patéticas actuaciones, de la bobalicona admiración de viejos izquierdistas dispersos por las márgenes del mundo que se abre paso… se lo repetimos…
La esperanza vence, tarde o temprano.
El ungido como sucesor del Comandante, evidenciando su autoritarismo ante el mundo, ha calzado las botas de quien fuera su jefe, pero ¿Quién calza las botas del Comandante?
Mientras las actas no aparecían las estatuas caían, debió verse los pies, cuando un video documentaba el derribo de un símbolo y las botas del Comandante se convertían en un vestigio y nada más.
Entonces supo que las botas, jamás podrán vencer los votos.