En tiempos recientes, el populismo, el nacionalismo y los extremos políticos nos han puesto a reflexionar sobre la democracia, sus virtudes, carencias y retos. Los avances que experimentó la humanidad en la cultura democrática después de la Segunda Guerra Mundial, nos hicieron creer que, como siempre pasa, el ritmo pasado condiciona el ritmo futuro, es decir, que si mejoramos tanto en 50 años, lo lógico sería que las décadas siguientes serían aún mejores.
Quizás por eso, la lectura de “Cómo mueren las democracias” de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt resulta tan aleccionadora y actual, por poner en contexto la casi imperceptible erosión de la democracia y la importancia de que existan reglas informales que protejan la democracia; reglas que no necesariamente existan en el entramado jurídico, pero que son reconocidas y respetadas por los actores de la política.
Citando a James Bryce, los autores de la obra antes mencionada, resaltan la importancia de lo que se considera “normas de tolerancia y contención constitucional”, que no son más que las costumbres, precedentes y tradiciones, que “muchas veces son vagas y flexibles”, pero que determinan qué tanto espacio de maniobra tienen los actores políticos.
Tienen razón los autores al afirmar que “la democracia ya no termina con un bang (un golpe militar o una revolución), sino con un leve quejido: el lento y progresivo debilitamiento de las instituciones esenciales, como son el sistema jurídico o la prensa, y la erosión global de las normas políticas tradicionales”.
En ese mismo sentido, Moisés Naím, que ya ha escrito varias veces sobre el cambio a nivel mundial del concepto del ejercicio del poder y el rol de las instituciones, ha logrado aislar lo que él llama las seis toxinas que debilitan la democracia, a saber: la antipolítica o el rechazo a los “políticos de siempre”; la fragmentación y la debilidad de los partidos débiles; la normalización de la mentira o el “fake news”; la manipulación digital o la manipulación de la opinión pública; la intervención extranjera furtiva o la influencia clandestina en los comicios y; el nacionalismo o las promesas de autodeterminación.
Sin lugar a dudas, son alertas que debemos observar en nuestro sistema político, porque no somos ajenos a los cambios generados por la globalización, el cambio en los patrones de comunicación y la debilidad de muchas instituciones públicas y privadas. Pero sobre todo, no podemos vivir de espaldas a los cambios que impone una nueva generación, cuyos valores y expectativas de la política son distintos.
La Comisión McGovern-Fraser, formada para proponer recomendaciones útiles para que no se repitan sucesos como los incidentes que marcaron la convención demócrata de 1968, concluyó que “la cura para los males de la democracia es más democracia”.
Cuando se cree en las libertades individuales y colectivas, hay que estar dispuesto a enfrentar el disenso, porque toma mucho tiempo formar los hábitos del compromiso, el amor al orden y el respeto a la opinión pública que son, en suma, los hábitos que hacen que la democracia sea el sistema más tolerable que conocemos.
Decía Alexis de Tocqueville en aquel convulso siglo XIX: “habría amado la libertad, creo yo, en cualquier época, pero en los tiempos en que estamos me siento inclinado a adorarla”. Hoy en día debemos volver a pensar así, porque nos hace falta amar y cultivar la libertad más que nunca.