Cuando uno es niño, cree a su padre un superhéroe: que lo puede todo, que es el más fuerte, que es más listo que todos y se convierte en refugio, en el ideal de un ente que ve el mundo desde abajo, maximizando todo.
Luego uno crece, pero el padre continúa viendo, aún con el tamaño o los bienes que se pueda tener, a ese ser que lleno de temores lo abrazaba, al que observaba con amor las falencias que tenía pero también apostaba con fe a las fortalezas que reconocía.
Yo, que he tenido tan buen papá, puedo decir la bendición de tenerlo.
A esta edad, mi padre continúa siendo mi héroe.
No soy el mejor hijo, sigo corriendo hacia él cuando las cosas no salen bien. Cuando tengo miedo de dar un paso, me da fuerzas; cuando me emociono con algo me alerta de los peligros y cuando algo sale bien, su celebración es mayor que la mía.
Siempre he tenido un padre cristiano, su conversión al Señor se produjo justo antes de mi nacimiento. He tenido el privilegio de ser guiado por un hombre renovado, que no teme a las lágrimas ni al perdón.
Ser hijo de un hombre honesto, responsable, con el mejor sentido del humor, con el sentido de justicia (hasta que duela), con el perdón como bandera y la humildad como práctica (sin nunca proclamarla).
Ser hijo del mejor orador que pueda tener una tribuna. A nadie me gusta escuchar más que a mi padre cuando sube como pastor a un púlpito.
Un hombre que tiene la valentía de aceptar un error y tiene la disciplina que nadie supera cuando de asumir una tarea se trata.
¡Un cristiano de verdad!
A esta edad, viendo a mi papá, reconozco las cosas que sembró en mí, aquellas que me hacen parecido a él, y que recibo con alegría cuando quienes nos conocen me las señalan.
A esta edad tengo el privilegio de decirle estas cosas y sorprenderme a mí mismo, pues no solamente en la infancia sino en la adultez, Plutarco es el hombre al que siempre he querido parecerme.
En este Día del Padre, la felicidad mayor es tenerlo.